10/11/10

Laicidad



La descriminalización del aborto y la unión civil de homosexuales, temas suscitados en la campaña electoral, dan la oportunidad de hacer una reflexión sobre la laicidad del Estado brasilero, expresión de la madurez de nuestra democracia.

Laico es un Estado que no es confesional; lo son, como ocurre todavía en varios países, los que establecen una religión, la mayoritaria, como oficial.

Laico es el Estado que no impone ninguna religión, pero las respeta todas, manteniéndose imparcial ante cada una de ellas. Esa imparcialidad no significa desconocer el valor espiritual y ético de una confesión religiosa. Pero por respeto a la conciencia, el Estado es garante del pluralismo religioso.

Debido a esta imparcialidad al Estado laico no le es permitido imponer, en materias controvertidas de ética, comportamientos derivados de dictámenes o dogmas de una religión, aunque sea dominante. Al entrar en el campo político y al asumir cargos en el aparato de Estado, no se pide a los ciudadanos religiosos que renuncien a sus convicciones religiosas. Lo único que se les exige es que no pretendan imponer su visión a todos los demás ni traducir en leyes generales sus propios puntos de vista particulares.

La laicidad obliga a todos a ejercer la razón comunicativa, a superar los dogmatismos en favor de una convivencia pacífica, y a buscar puntos de convergencia comunes ante los conflictos. En este sentido, la laicidad es un principio de la organización jurídica y social del Estado moderno.

Subyacente a la laicidad hay una filosofía humanística, base de la democracia sin fin: el respeto incondicional al ser humano y el valor de la conciencia individual, independiente de sus condicionamientos.

Se trata de una creencia, no en Dios, como en las religiones, que mejor podríamos llamar fe, sino de una creencia en el ser humano en sí mismo, como valor. Esta creencia se expresa mediante el reconocimiento del pluralismo y la convivencia entre todos.

No será fácil. Quien está convencido de la verdad de su posición, estará tentado a divulgarla y ganar adeptos para ella. Pero le está vedado usar medios masivos para hacerla valer a los otros. Esto sería proselitismo y fundamentalismo.

Laicidad no se confunde con laicismo. Este configura una actitud que busca erradicar las religiones de la sociedad, como ocurrió con el socialismo de versión soviética, por cualquier motivo que se aduzca, para dar espacio solamente a valores seculares y racionales. Este comportamiento es opuesto al religioso y no respeta a las personas religiosas.

Sectores de la Iglesia hacen daño a la laicidad cuando, como ocurrió entre nosotros, aconsejaron a sus miembros no votar a cierta candidata por apoyar la descriminalización del aborto por razones de salud pública o aceptar las uniones civiles de homosexuales. Esta actitud es inaceptable dentro de un régimen laico y democrático, que asegura la convivencia legítima de las diferencias.

La acción política tiene como objetivo la realización del bien común concretamente posible dentro de los límites de una determinada situación y de un cierto estado de conciencia colectivo. Puede ocurrir que, debido a muchas polémicas, no se consiga alcanzar el mejor bien común concretamente posible. En este caso es razonable, también para las Iglesias, acoger un bien menor o tolerar un mal menor para evitar un mal mayor.
La laicidad eleva a todos los ciudadanos religiosos a un mismo nivel de dignidad. Esta igualdad no invalida los particularismos propios de cada religión, solo exige de ella el reconocimiento de esta misma igualdad a las otras religiones.

Pero no hay solo la laicidad jurídica. Hay también una laicidad cultural y política que, entre nosotros, generalmente no es respetada. La mayoría de las sociedades actuales laicas están hegemonizadas por la cultura del capital. En ésta prevalecen valores materiales cuestionables como el individualismo, la exaltación de la propiedad privada, la laxitud de las costumbres y la magnificación del erotismo. Se utilizan los medios de comunicación de masas, en su mayor parte propiedad privada de algunas familias poderosas, que imponen su visión de las cosas.

Tal práctica atenta contra el estatuto laico de la sociedad. Esta debe mantener distancia y someter a crítica los «nuevos dioses». Estos son ídolos de una «religión laica» montada sobre el culto al progreso ilimitado, la tecnificación de toda vida y el hedonismo, sabiéndose que este culto es política y ecológicamente falso porque implica la explotación continuada de la naturaleza ya degradada y la exclusión social de mucha gente.

Incluso así, no se invalida la laicidad como valor social.

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