29/6/11

EL PUEBLO SENCILLO

    
           
Jesús no tuvo problemas con la gente sencilla. El pueblo sintonizaba fácilmente con él. Aquellas gentes humildes que vivía trabajando sus tierras para sacar adelante una familia, acogían con gozo su mensaje de un Dios Padre, preocupado de todos sus hijos, sobre todo, los más olvidados.
          Los más desvalidos  buscaban su bendición: junto a Jesús  sentían a Dios más cercano. Muchos enfermos, contagiados por su fe en un Dios bueno, volvían a confiar en el Padre del cielo. Las mujeres intuían que Dios tiene que amar a sus hijos e hijas como decía Jesús, con entrañas de madre.
          El pueblo sentía que Jesús, con su forma de hablar de Dios, con su manera de ser y con su modo de reaccionar ante los más pobres y necesitados, les estaba anunciando al Dios que ellos necesitaban. En Jesús experimentaban la cercanía salvadora de Padre.
          La actitud de los <<entendidos»  era diferente. Lo que al pueblo sencillo le llena de alegría a ellos les indigna. Los  maestros de la ley no pueden entender que Jesús se preocupe tanto del sufrimiento y tan poco del cumplimiento del sábado. Los dirigentes religiosos de Jerusalén lo miran con recelo: el Dios Padre del que habla Jesús no es una Buena Noticia, sino un peligro para su religión.
          Para Jesús, esta reacción tan diferente ante su mensaje no es algo casual. Al Padre le parece lo mejor. Por eso le da gracias delante de todos: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has dado a conocer a los sencillos. Sí, Padre, así te ha parecido mejo».
          También hoy el pueblo sencillo capta mejor que nadie el Evangelio. No tienen problemas para sintonizar con Jesús. A ellos se les revela el Padre mejor que a los “entendidos” en religión. Cuando oyen hablar de Jesús, confían en él de manera casi espontánea.
          Hoy, prácticamente, todo lo importante se piensa y se decide en la Iglesia, sin el pueblo sencillo y lejos de él. Sin embargo, difícilmente, se podrá hacer nada nuevo y bueno para el cristianismo del futuro sin contar con él. Es el pueblo sencillo el que nos arrastrará hacia una Iglesia más evangélica, no los teólogos ni los dirigentes religiosos.
          Hemos de redescubrir el potencial evangélico que se encierra en el pueblo creyente. Muchos cristianos sencillos intuyen, desean y piden vivir su adhesión a Cristo de manera más evangélica, dentro de una Iglesia renovada por el Espíritu de Jesús. Nos están reclamando más evangelio y menos doctrina. Nos están pidiendo lo esencial, no frivolidades.
José Antonio Pagola

Red evangelizadora BUENAS NOTICIAS
Difunde la fe de los sencillos. Pásalo
3 de julio de de 2011
14 Tiempo ordinario (A)
Mateo 11, 25-30


26/6/11

¿De quién son las iglesias?


Estoy en Arantzazu. Aquí siguen sus fieles moradores de siempre: la peña, el haya y el espino, y a menudo, como hoy, también la niebla. Y las golondrinas bienvenidas de cada primavera, con sus nidos de barro colgados en los voladizos del santuario: aquí nacieron y aquí han vuelto, y las que ahora están naciendo también volverán. Aquí siguen cantando en el fondo de la niebla el tordo y el mirlo, el zarcero y el pinzón, y el reyezuelo que interpreta a Paganini. Ahí sigue, arriba a la vera del camino viejo, la ermita de Santo Cristo, donde los peregrinos han descansado durante siglos desahogando sus penas ante el Herido, antes de bajar a la iglesia. Aquí está la basílica, un inmenso nido de golondrinas, con su infinita calma, con su penumbra transfigurada.
Aquí están mis hermanos franciscanos, con un año más y la misma bondad de siempre, y con sus miedos y contradicciones, las de todos. Uno de ellos me ha preguntado: “¿De qué vas a escribir esa semana?”. “Pues no sé muy bien, quizá sobre las iglesias de nuestros pueblos y las ermitas de nuestros montes: de quién son las iglesias, las ermitas, las casas parroquiales; si han de ser del obispo o del pueblo que las hizo…”. “¡Oh! Es un tema vidrioso. No escribas sobre eso”. Pero esas palabras de mi hermano franciscano han acabado de decidirme a escribir sobre el tema. Sí que es un tema vidrioso, pero todos los temas lo son, y no pretendo dictar verdades, sino expresar opiniones y, si se diera el caso, hacer pensar.
Amo las iglesias, y sobre todo las ermitas. En las tardes de domingo, en Arroa, me gusta subir andando, por una carreterita solitaria y empinada, flanqueada de encinas, hasta la ermita de San Lorente; está rodeada de fresnos y acacias, en medio de una explanada verde, con la entrada abrigada por un porche bajo, con sus ventanitas desiguales, indicios de alguna ermita de otros tiempos, con una campana de bronce en el arco de la espadaña, testigo de todos los tiempos. Esta capilla y su entorno me cautivan.
Al llegar, me siento impulsado a ponerme de rodillas y rezar –¡qué cosa más natural!– abrazado a la vieja puerta de madera desgastada, y de los siglos y del corazón acude a mis labios aquella oración que rezaba san Francisco en la ermita de San Damián a las afueras de Asís: “Oh alto y glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón…”. Me da pena que un domingo por la tarde ese lugar tan bello y sagrado, tan lleno de paz, esté cerrado con llave, y que me deba conformar con asomarse justo por la rendija de la puerta a la penumbra y al misterio, pero tal vez así sea mejor, para no invadir. Ya es mucho poder estar en el umbral abrazado a la vieja puerta.
Es hermoso rodear luego la ermita y, por detrás de ella, contemplar Zumaia y entrar en sus entrañas siguiendo el curso de las dos rías, el Narrondo y el Urola, y perderse más allá en el mar hasta el otro lado del mundo. A la derecha, a media altura, se levanta la imponente iglesia de San Miguel de Artadi, en medio de unas pocas casas y de algunos caseríos diseminados. Bajo por el mismo camino por el que he subido y, al bajar, veo alzarse en la ladera de enfrente, en Arroa Goia, en medio de media docena de casas y caseríos, otra iglesia enorme, digo enorme en proporción al lugar.
Así, de capital en capital, de aldea en aldea, de colina en colina, podríamos recorrer toda la geografía peninsular, sembrada de humildes ermitas o de magníficas catedrales. Son símbolos de otros tiempos, tan cercanos y tan distintos, en que todo el pueblo se reunía en esos hermosos templos para aliviar las penas, para alegrar el alma, para seguir viviendo, porque no solo de pan vive el hombre, ni entonces ni ahora. Todo era en aquellos tiempos tan ambiguo como en los nuestros. Con sus manos y sus tributos, aquellas gentes construían lujosos edificios de mármol para Dios y confortables casas de piedra para el clero, mientras ellos no poseían más que chozas miserables de barro, como las golondrinas.
Y lo hacían para dar gloria a Dios, pero también porque no se les ofrecía otra manera de darse a sí mismos un poco de gloria y dignidad, o porque no se les permitía tener otra imagen de Dios que la imagen y semejanza de quienes les oprimían, queriéndolo o sin querer. Y aquella gente pensaba que honrando al clero honraban a Dios, porque así se lo había enseñado el clero. Estaban ciertamente orgullosos de sus templos, pero su orgullo era también un triste reflejo de la profunda humillación que padecían sin saber.
No sé. Todo es tan equívoco. A mí me conmueven las ermitas, y no quiero dejar de subir a San Lorente los domingos por la tarde, pero tampoco puedo disimular todas esas dudas. Y hoy no quiero callar una pregunta crucial: ¿De quién son estos templos, hoy casi vacíos? No son de Dios, que nunca los necesitó ni le importa que hoy se vacíen, porque solo le importa la Vida. Los construyó la pobre gente porque los necesitaba, cuando todo el pueblo era cristiano, o porque así lo habían decidido o porque así se lo habían impuesto. Todos nosotros somos sus hijos. ¿A quién pertenecen, pues, ahora que están vacíos? ¿Y de quién son esas magníficas casas parroquiales construidas en piedra de sillería, ahora que ya no hay clero que las ocupe o ahora que el pueblo en su inmensa mayoría no las quiere para el clero?
Hago estas preguntas porque es sabido que los responsables de muchas curias diocesanas están moviendo sigilosa y eficazmente los hilos para hacerse con los títulos de propiedad de estos templos y casas, y así poder venderlas al mejor postor o que las puedan vender sus sucesores. Me parece muy grave. Es una rapiña, indigna de la Iglesia de Jesús. Es un atentado contra el culto en espíritu y en verdad que Jesús nos legó. Es un fraude contra el erario público, contra la ciudadanía con cuyos impuestos se siguen conservando esos templos y esas cosas. Es una ofensa contra la memoria de la pobre gente que en otros tiempos construyeron esos templos y esas casas para Dios o para sí, para seguir viviendo, pero de ningún modo para enriquecer al clero.
Por supuesto, no estoy en contra –muy al contrario– de que los cristianos sigamos utilizando los templos heredados de nuestros antepasados y nos reunamos en ellos cada domingo para celebrar la vida. No es eso. Me refiero a las ermitas, las iglesias y las casas parroquiales que van quedando vacías. Fueron del pueblo, y pienso que han de volver al pueblo y que el pueblo ha de disponer de ellas para cultivar la vida de la manera que le parezca más oportuna. Lo que construyeron entre todos y para todos, y que aún hoy se sigue conservando y restaurando con subvenciones públicas, es decir, con dinero de todos, ha de volver a ser de todos.
Es más: yo propondría que, al igual que en todos los pueblos hay cines y casas de cultura y jardines cuidados, en todos los pueblos hubiera también una especie de ermitas urbanas, enteramente laicas y aconfesionales, unos espacios de calma, cuidados y bellos, para que la gente, cualquier gente de cualquier convicción, se recoja allí, como las golondrinas en sus nidos, para descansar y desahogarse, para gozar o llorar en silencio, para respirar mejor.
Y bien podrían servir para ello nuestros templos cristianos, algunos al menos. Sin duda, aquellos que están vacíos. Pero también muchos de los que solo se utilizan los domingos. ¿Por qué no podrían transformarse en espacios públicos compartidos con otras religiones o movimientos espirituales? ¿O por qué no podrían reconvertirse para todos los que quieran, creyentes o no, en ermitas laicas o lugares de paz? Todo menos el pillaje eclesiástico que ya está en marcha

José Arregi


23/6/11

Para orar. LA ASCENSIÓN



Aquí vino
y se fue.
Vino…, nos marcó nuestra tarea
y se fue.
Tal vez detrás de aquella nube
hay alguien que trabaja
lo mismo que nosotros
y tal vez las estrellas
no son más que ventanas encendidas
de una fábrica
donde Dios tiene que repartir
una labor también.

Aquí vino
y se fue.
Vino…, llenó nuestra caja de caudales
con millones de siglos y de siglos,
nos dejó unas herramientas…
y se fue.
Él, que lo sabe todo,
sabe que estando solos,
sin dioses que nos miren,
trabajamos mejor.
Detrás de ti no hay nadie. Nadie.
Ni un maestro, ni un amo, ni un patrón.
Pero tuyo es el tiempo.
El tiempo y esa gubia
con que Dios comenzó la creación.


(León Felipe)



Testigos de testigos



El tema-lema de nuestra Romería de los Mártires de este año 2011 es TESTIGOS DEL REINO. Es el título más abarcador y más profundo que se podía escoger para una romería martirial. Dar la vida dando testimonio del Dios de la Vida, de la Paz y del Amor. Todos aquellos y aquellas que van dando su vida, en el día a día y dándola totalmente, en el momento final de su caminar, son testigos del proyecto de Dios para la Humanidad, para el Universo; responden con lo que mejor tienen al sueño de Dios, al Reino de Dios.

Con estas dos palabras, -«Testigos del Reino»- sintetizamos todo lo que se pueda decir de una vida donada, de una muerte vivida. En la visión cristiana más tradicional esa muerte es vivida por la Fe cristiana. Los mártires que la Iglesia reconoce oficialmente son mártires de la Fe, de la Moral cristiana, del Evangelio, explícitamente: misioneros tal vez, víctimas de la caridad heroica, vírgenes radicalmente fieles al divino Esposo. 

En una visión cristiana renovada, más profunda, más consonante con la Palabra y con la Vida, con la Muerte y la Resurrección de Jesús, son mártires todos aquellos que dan su vida en la muerte por las causas del Reino, por la justicia, por la paz, por la solidaridad, por la ecología, por la verdadera promoción del prójimo marginalizado. Jesús en el Evangelio los define categóricamente: la prueba mayor del amor es dar la vida por amor. 

Ser cristiano, cristiana, es dar testimonio; responder con la propia vida a las llamadas del Reino y denunciar proféticamente la iniquidad del anti-Reino. Responder diariamente, con fidelidad, al Amor de Dios en el servicio fraterno. Es ser coherente con la palabra hecha anuncio y con el anuncio hecho práctica. Es ser testigo, en primer lugar, del supremo testigo, Jesús de Nazaret, proclamado en el Apocalipsis como «El Testigo fiel». Él vino para hacer la voluntad del Padre, testimoniando radicalmente el amor de Dios. Él vino para que todos tengamos vida y vida plena. Él repitió ante sus perseguidores y todo el pueblo que sus obras daban testimonio de Aquel que lo envió es una cadena de ‘testimoniedad’. Jesús da testimonio del Padre, los mártires dan testimonio de Jesús, nosotros damos testimonio de nuestros mártires. Somos testigos de testigos. Celebramos la Romería de los Mártires en un día, en un lugar, para reasumir el compromiso de vivir como testigos del Reino, cada día, y en todo lugar. Para dar testimonio del testimonio de nuestros mártires y renovar, con pasión, con radicalidad, con alegría, nuestro seguimiento de Jesús, en la búsqueda del Reino, en la vivencia del Reino, en la celebración del Reino, en la invencible esperanza del Reino.

Para mi ordenación sacerdotal, allá por los años de 1952, escogí como recordatorio una estampa con aquella pintura de El Greco que presenta a Jesús mirando para el Padre y entregándose a su servicio. Los sacrificios no te agradaron y yo vine para hacer tu voluntad, dice Jesús. En el recordatorio recogí el versículo 8 del capítulo 1 del libro de los Hechos de los Apóstoles,
«Seréis mis testigos hasta los confines de la Tierra».

Y de cualquier confín y en toda circunstancia seguiremos en la caminada, como testigos de testigos, como TESTIGOS DEL REINO.

  Pedro Casaldáliga




21/6/11

REAVIVAR LA MEMORIA DE JESÚS


            La crisis de la misa es, probablemente, el símbolo más expresivo de la crisis que se está viviendo en el cristianismo actual. Cada vez aparece con más evidencia que el cumplimiento fiel del ritual de la eucaristía, tal como ha quedado configurado a lo largo de los siglos, es insuficiente para alimentar el contacto vital con Cristo que necesita hoy la Iglesia.
            El alejamiento silencioso de tantos cristianos que abandonan la misa dominical, la ausencia generalizada de los jóvenes, incapaces de entender y gustar la celebración, las quejas y demandas de quienes siguen asistiendo con fidelidad ejemplar, nos están gritando a todos que la Iglesia necesita en el centro mismo de sus comunidades una experiencia sacramental mucho más viva y sentida.
          Sin embargo, nadie parece sentirse responsable de lo que está ocurriendo. Somos víctimas de la inercia, la cobardía o la pereza. Un día, quizás no tan lejano, una Iglesia más frágil y pobre, pero con más capacidad de renovación, emprenderá la transformación del ritual de la eucaristía, y la jerarquía asumirá su responsabilidad apostólica para tomar decisiones que hoy no nos atrevemos ni a plantear.
          Mientras tanto no podemos permanecer pasivos. Para que un día se produzca una renovación litúrgica de la Cena del Señor es necesario crear un nuevo clima en las comunidades cristianas. Hemos de sentir de manera mucho más viva la necesidad de recordar a Jesús y hacer de su memoria el principio de una transformación profunda de nuestra experiencia religiosa.
          La última Cena es el gesto privilegiado en el que Jesús, ante la proximidad de su muerte, recapitula lo que ha sido su vida y lo que va a ser su crucifixión. En esa Cena se concentra y revela de manera excepcional el contenido salvador de toda su existencia: su amor al Padre y su compasión hacia los humanos, llevado hasta el extremo.
          Por eso es tan importante una celebración viva de la eucaristía. En ella actualizamos la presencia de Jesús en medio de nosotros. Reproducir lo que él vivió al término de su vida, plena e intensamente fiel al proyecto de su Padre, es la experiencia privilegiada que necesitamos para alimentar nuestro seguimiento a Jesús y nuestro trabajo para abrir caminos al Reino.
          Hemos de escuchar con mas hondura el mandato de Jesús: "Haced esto en memoria mía". En medio de dificultades, obstáculos y resistencias, hemos de luchar contra el olvido. Necesitamos hacer memoria de Jesús con más verdad y autenticidad.
Necesitamos reavivar y renovar la celebración de la eucaristía.

José Antonio Pagola

Red evangelizadora BUENAS NOTICIAS
"Haced esto en memoria mía". Pásalo.
26 de junio de 2011
El Cuerpo y la Sangre del Señor 
Juan 6,51-58