En
aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que
orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: "Había un juez
en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres.
En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: "Hazme justicia frente a mi adversario."
Por algún tiempo se negó, pero después se dijo: "Aunque ni temo a
Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando,
le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara."
Y el Señor añadió: "Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues
Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o
les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando
venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?"
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Comentarios: José Antonio Pagola
Lucas
narra una breve parábola indicándonos que Jesús la contó para explicar a sus
discípulos “cómo tenían que orar siempre sin desanimarse”. Este tema es
muy querido al evangelista que, en varias ocasiones, repite la misma idea. Como
es natural, la parábola ha sido leída casi siempre como una invitación a cuidar
la perseverancia de nuestra oración a Dios.
Sin embargo, si observamos el
contenido del relato y la conclusión del mismo Jesús, vemos que la clave de la
parábola es la sed de justicia. Hasta cuatro veces se repite la expresión
“hacer justicia”. Más que modelo de oración, la viuda del relato es ejemplo admirable de lucha por la justicia en
medio de una sociedad corrupta que abusa de los más débiles.
El primer personaje de la parábola es
un juez que “ni teme a Dios ni le importan los hombres”. Es la
encarnación exacta de la corrupción que denuncian repetidamente los profetas:
los poderosos no temen la justicia de Dios y no respetan la dignidad ni los
derechos de los pobres. No son casos aislados. Los profetas denuncian la
corrupción del sistema judicial en Israel y la estructura machista de aquella
sociedad patriarcal.
El segundo personaje es una viuda
indefensa en medio de una sociedad injusta. Por una parte, vive sufriendo los
atropellos de un “adversario” más poderoso que ella. Por otra, es
víctima de un juez al que no le importa en absoluto su persona ni su
sufrimiento. Así viven millones de mujeres de todos los tiempos en la mayoría
de los pueblos.
En la conclusión de la parábola, Jesús
no habla de la oración. Antes que nada, pide confianza en la justicia de Dios: “¿No
hará Dios justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?”. Estos
elegidos no son “los miembros de la Iglesia” sino los pobres de todos los
pueblos que claman pidiendo justicia. De ellos es el reino de Dios.
Luego, Jesús hace una pregunta que es
todo un desafío para sus discípulos: “Cuando venga el Hijo del Hombre,
¿encontrará esta fe en la tierra?”. No está pensando en la fe como adhesión
doctrinal, sino en la fe que alienta la actuación de la viuda, modelo de
indignación, resistencia activa y coraje para reclamar justicia a los
corruptos.
¿Es esta la fe y la oración de los
cristianos satisfechos de las sociedades del bienestar? Seguramente, tiene
razón J. B. Metz cuando denuncia que en la espiritualidad cristiana hay
demasiados cánticos y pocos gritos de indignación, demasiada complacencia y
poca nostalgia de un mundo más humano, demasiado consuelo y poca hambre de
justicia.
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