Juan 6, 51-58
En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del
cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi
carne para la vida del mundo.»
Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»
Entonces Jesús les dijo: «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre.»
Entonces Jesús les dijo: «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre.»
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El papa Francisco está repitiendo que los miedos, las dudas,
la falta de audacia... pueden impedir de raíz impulsar la renovación que
necesita hoy la Iglesia. En su Exhortación La alegría del Evangelio
llega a decir que, si quedamos paralizados por el miedo, una vez más podemos
quedarnos simplemente en «espectadores de un estancamiento infecundo de la
Iglesia».
Sus palabras hacen pensar. ¿Qué podemos percibir entre
nosotros? ¿Nos estamos movilizando para reavivar la fe de nuestras comunidades
cristianas o seguimos instalados en ese «estancamiento infecundo» del que habla
Francisco? ¿Dónde podemos encontrar fuerzas para reaccionar?
Una de las grandes aportaciones del Concilio Vaticano II fue
impulsar el paso desde la «misa», entendida como una obligación individual para
cumplir un precepto sagrado, a la «eucaristía» vivida como celebración gozosa
de toda la comunidad para alimentar su fe, crecer en fraternidad y reavivar su
esperanza en Jesucristo resucitado.
Sin duda, a lo largo de estos años hemos dado pasos muy
importantes. Quedan muy lejos aquellas misas celebradas en latín en las que el
sacerdote «decía» la misa y el pueblo cristiano venía a «oír» la misa o a
«asistir» a la celebración. Pero, ¿no estamos celebrando la eucaristía de
manera rutinaria y aburrida?
Hay un hecho innegable. La gente se está alejando de manera
imparable de la práctica dominical, porque no encuentra en nuestras
celebraciones el clima, la palabra clara, el rito expresivo, la acogida
estimulante que necesita para alimentar su fe débil y vacilante.
Sin duda, todos, presbíteros y laicos, nos hemos de preguntar
qué estamos haciendo para que la eucaristía sea, como quiere el Concilio,
«centro y cumbre de toda la vida cristiana». ¿Cómo permanece tan callada e
inmóvil la jerarquía? ¿Por qué los creyentes no manifestamos nuestra
preocupación y nuestro dolor con más fuerza?
El problema es grave. ¿Hemos de seguir «estancados» en un
modo de celebración eucarística tan poco atractivo para los hombres y mujeres
de hoy? ¿Es esta liturgia que venimos repitiendo desde hace siglos la que mejor
puede ayudarnos a actualizar aquella cena memorable de Jesús donde se concentra
de modo admirable el núcleo de nuestra fe?
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