Mateo 13, 1-23
Aquel día, salió Jesús de casa y se sentó junto al lago. Y acudió a él tanta
gente que tuvo que subirse a una barca; se sentó, y la gente se quedó de pie en
la orilla.
Les habló mucho rato en parábolas: «Salió el sembrador a sembrar. Al sembrar,
un poco cayó al borde del camino; vinieron los pájaros y se lo comieron. Otro
poco cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra, y, como la tierra no
era profunda, brotó en seguida; pero, en cuanto salió el sol, se abrasó y por
falta de raíz se secó. Otro poco cayó entre zarzas, que crecieron y lo
ahogaron. El resto cayó en tierra buena y dio grano: unos, ciento; otros,
sesenta; otros, treinta. El que tenga oídos que oiga.»
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José Antonio Pagola
Al terminar el relato de la parábola del sembrador, Jesús
hace esta llamada: «El que tenga oídos para oír que oiga». Se nos pide que
prestemos mucha atención a la parábola. Pero, ¿en qué hemos de reflexionar? ¿En
el sembrador? ¿En la semilla? ¿En los diferentes terrenos?
Tradicionalmente, los cristianos nos hemos fijado casi
exclusivamente en los terrenos en que cae la semilla, para revisar cuál es
nuestra actitud al escuchar el Evangelio. Sin embargo es importante prestar
también atención al sembrador y a su modo de sembrar.
Es lo primero que dice el relato: «Salió el sembrador a sembrar».
Lo hace con una confianza sorprendente. Siembra de manera abundante. La semilla
cae y cae por todas partes, incluso donde parece difícil que pueda germinar.
Así lo hacían los campesinos de Galilea, que sembraban incluso al borde de los
caminos y en terrenos pedregosos.
A la gente no le es difícil identificar al sembrador. Así
siembra Jesús su mensaje. Lo ven salir todas las mañanas a anunciar la Buena
Noticia de Dios. Siembra su Palabra entre la gente sencilla, que lo acoge, y
también entre los escribas y fariseos, que lo rechazan. Nunca se desalienta. Su
siembra no será estéril.
Desbordados por una fuerte crisis religiosa, podemos pensar
que el Evangelio ha perdido su fuerza original y que el mensaje de Jesús ya no tiene
garra para atraer la atención del hombre o la mujer de hoy. Ciertamente, no es
el momento de «cosechar» éxitos llamativos, sino de aprender a sembrar sin
desalentarnos, con más humildad y verdad.
No es el Evangelio el que ha perdido fuerza humanizadora;
somos nosotros los que lo estamos anunciando con una fe débil y vacilante. No
es Jesús el que ha perdido poder de atracción. Somos nosotros los que lo
desvirtuamos con nuestras incoherencias y contradicciones.
El papa Francisco dice que, cuando un cristiano no vive una
adhesión fuerte a Jesús, «pronto pierde el entusiasmo y deja de estar seguro de
lo que transmite, le falta fuerza y pasión. Y una persona que no está
convencida, entusiasmada, segura, enamorada, no convence a nadie».
Evangelizar no es propagar una doctrina, sino hacer presente
en medio de la sociedad y en el corazón de las personas la fuerza humanizadora
y salvadora de Jesús. Y esto no se puede hacer de cualquier manera. Lo más
decisivo no es el número de predicadores, catequistas y enseñantes de religión,
sino la calidad evangélica que podamos irradiar los cristianos. ¿Qué
contagiamos? ¿Indiferencia o fe convencida? ¿Mediocridad o pasión por una vida
más humana?
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