Mateo 15, 21-28
En aquel tiempo, Jesús se marchó y se retiró al país de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo.» Él no le respondió nada.
Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: «Atiéndela, que viene detrás gritando.»
Él les contestó: «Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel.»
Ella los alcanzó y se postró ante él, y le pidió: «Señor, socórreme.»
Él le contestó: «No está bien echar a los perros el pan de los hijos.»
Pero ella repuso: «Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos.»
Jesús le respondió: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas.»
En aquel momento quedó curada su hija.
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José Antonio Pagola
Una mujer pagana toma la iniciativa de acudir a Jesús,
aunque no pertenece al pueblo judío. Es una madre angustiada que vive sufriendo
con una hija «maltratada por un demonio». Sale al encuentro de Jesús dando
gritos: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David».
La primera reacción de Jesús es inesperada. Ni siquiera se
detiene para escucharla. Todavía no ha llegado la hora de llevar la Buena
Noticia de Dios a los paganos. Como la mujer insiste, Jesús justifica su
actuación: «Dios me ha enviado solo a las ovejas perdidas del pueblo de
Israel».
La mujer no se echa atrás. Superará todas las dificultades y
resistencias. En un gesto audaz se postra ante Jesús, detiene su marcha y, de
rodillas, con un corazón humilde, pero firme, le dirige un solo grito: «Señor,
socórreme».
La respuesta de Jesús es insólita. Aunque en esa época los
judíos llamaban con toda naturalidad «perros» a los paganos, sus palabras
resultan ofensivas a nuestros oídos: «No está bien echar a los perrillos el
pan de los hijos». Retomando su imagen de manera inteligente, la mujer se
atreve desde el suelo a corregir a Jesús: «Eso es cierto, Señor, pero
también los perrillos comen las migajas que caen de la mesa de los amos».
Su fe es admirable. Seguro que en la mesa del Padre se
pueden alimentar todos: los hijos de Israel y también los «perros» paganos.
Jesús parece pensar solo en las «ovejas perdidas» de Israel, pero también ella
es una «oveja perdida». El Enviado de Dios no puede ser solo de los judíos. Ha
de ser de todos y para todos.
Jesús se rinde ante la fe de la mujer. Su respuesta nos
revela su humildad y su grandeza: «Mujer, ¡qué grande es tu fe!, que se
cumpla como deseas». Esta mujer está descubriendo a Jesús que la
misericordia de Dios no excluye a nadie. El Padre bueno está por encima de las
barreras étnicas y religiosas que trazamos los humanos.
Jesús reconoce a la mujer como creyente, aunque vive en una
religión pagana. Incluso encuentra en ella una «fe grande», no la fe pequeña de
sus discípulos, a los que recrimina más de una vez como «hombres de poca fe».
Cualquier ser humano puede acudir a Jesús con confianza. Él sabe reconocer su
fe, aunque viva fuera de la Iglesia. Todos podrán encontrar en él un Amigo y un
Maestro de vida.
Los
cristianos hemos de alegrarnos de que Jesús siga atrayendo hoy a tantas
personas que viven fuera de la Iglesia. Jesús es más grande que todas nuestras
instituciones. Él sigue haciendo mucho bien, incluso a aquellos que se han
alejado de nuestras comunidades cristianas.
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