Marcos 15,1-39
Al amanecer, habiéndose reunido a deliberar los jefes de los
sacerdotes, junto con los ancianos, los maestros de la ley y el Consejo
Supremo* en pleno, llevaron atado a Jesús y se lo entregaron a Pilato. Pilato
le preguntó:
— ¿Eres tú el rey de los judíos?
Jesús le contestó:
— Tú lo dices.
Los jefes de los sacerdotes no dejaban de acusarlo; así que
Pilato le preguntó otra vez:
— ¿No respondes nada? ¡Mira cómo te están acusando!
Pero Jesús no contestó, de manera que Pilato se quedó
extrañado.
En la fiesta de la Pascua, Pilato concedía la libertad a un
preso, el que le pidieran. Había entonces un preso llamado Barrabás que, junto
con otros sediciosos, había cometido un asesinato en un motín. Cuando llegó la
gente y se pusieron a pedir a Pilato que hiciera como tenía por costumbre, Pilato
les contestó:
— ¿Queréis que os ponga en libertad al rey de los judíos?
Pues se daba cuenta de que los jefes de los sacerdotes se lo
habían entregado por envidia. Pero estos incitaron a la gente para que les soltara
a Barrabás. Pilato les preguntó de nuevo:
— ¿Y qué queréis que haga con el que llamáis rey de los
judíos?
Ellos gritaron:
— ¡Crucifícalo!
Pilato preguntó:
— Pues ¿cuál es su delito?
Pero ellos gritaban más y más:
— ¡Crucifícalo!
Entonces Pilato, queriendo contentar a la gente, ordenó que
pusieran en libertad a Barrabás y les entregó a Jesús para que lo azotaran y lo
crucificaran.
Los soldados llevaron a Jesús al interior del palacio, es
decir, al pretorio. Reunieron allí a toda la tropa, le pusieron un manto de
púrpura y una corona de espinas en la cabeza, y empezaron a saludarlo:
— ¡Viva el rey de los judíos!
Le golpeaban la cabeza con una caña, lo escupían y,
poniéndose de rodillas ante él, le hacían reverencias. Después de haberse
burlado de él, le quitaron el manto de púrpura, lo vistieron con su propia ropa
y lo sacaron de allí para crucificarlo.
Y a uno que pasaba por allí al volver del campo, a un tal
Simón, natural de Cirene*, padre de Alejandro y Rufo, lo obligaron a cargar con
la cruz de Jesús. Llevaron a Jesús a un lugar llamado Gólgota, que significa
lugar de la Calavera. Allí le dieron vino mezclado con mirra, pero él lo
rechazó. A continuación lo crucificaron y los soldados se repartieron sus ropas
echándolas a suertes, para ver con qué se quedaba cada uno. Eran las nueve de
la mañana cuando lo crucificaron. Y había un letrero en el que estaba escrito
el motivo de la condena: “El rey de los judíos”. Al mismo tiempo que a Jesús,
crucificaron a dos ladrones, uno a su derecha y otro a su izquierda. [Así se
cumplió la Escritura que dice: Fue incluido entre los criminales].
Los que pasaban lo insultaban y, meneando la cabeza, decían:
— ¡Eh, tú que derribas el Templo y vuelves a edificarlo en
tres días: sálvate a ti mismo bajando de la cruz!
De igual manera los jefes de los sacerdotes y los maestros
de la ley se burlaban de él diciéndose unos a otros:
— Ha salvado a otros, pero no puede salvarse a sí mismo. ¡Que
baje ahora mismo de la cruz ese mesías, ese rey de Israel, para que lo veamos y
creamos en él!
Los otros que estaban crucificados junto a él, también lo
llenaban de insultos.
Al llegar el mediodía, la tierra entera quedó sumida en
oscuridad hasta las tres de la tarde. A esa hora Jesús gritó con fuerza:
— ¡Eloí, Eloí! ¿lemá sabaqtaní? (que significa: “Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”).
Lo oyeron algunos de los que estaban allí y comentaron:
— Mirad, está llamando a Elías.
Uno de ellos fue corriendo a empapar una esponja en vinagre,
y con una caña se la acercó a Jesús para que bebiera, diciendo:
— Dejad, a ver si viene Elías a librarlo.
Pero Jesús, lanzando un fuerte grito, murió.
Entonces la cortina del Templo se rasgó en dos, de arriba
abajo. El comandante de la guardia, que estaba frente a Jesús, al ver cómo
había muerto, dijo:
— ¡Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios!
*****||*****
José Antonio Pagola
Ni el poder de Roma ni las autoridades del Templo pudieron
soportar la novedad de Jesús. Su manera de entender y de vivir a Dios era
peligrosa. No defendía el Imperio de Tiberio, llamaba a todos a buscar el reino
de Dios y su justicia. No le importaba romper la ley del sábado ni las
tradiciones religiosas, solo le preocupaba aliviar el sufrimiento de las gentes
enfermas y desnutridas de Galilea.
No se lo perdonaron. Se identificaba demasiado con las
víctimas inocentes del Imperio y con los olvidados por la religión del Templo.
Ejecutado sin piedad en una cruz, en él se nos revela ahora Dios, identificado
para siempre con todas las víctimas inocentes de la historia. Al grito de todos
ellos se une ahora el grito de dolor del mismo Dios.
En ese rostro desfigurado del Crucificado se nos revela un
Dios sorprendente, que rompe nuestras imágenes convencionales de Dios y pone en
cuestión toda práctica religiosa que pretenda darle culto olvidando el drama de
un mundo donde se sigue crucificando a los más débiles e indefensos.
Si Dios ha muerto identificado con las víctimas, su
crucifixión se convierte en un desafío inquietante para los seguidores de
Jesús. No podemos separar a Dios del sufrimiento de los inocentes. No podemos
adorar al Crucificado y vivir de espaldas al sufrimiento de tantos seres
humanos destruidos por el hambre, las guerras o la miseria.
Dios nos sigue interpelando desde los crucificados de
nuestros días. No nos está permitido seguir viviendo como espectadores de ese
sufrimiento inmenso alimentando una ingenua ilusión de inocencia. Hemos de
rebelarnos contra esa cultura del olvido que nos permite aislarnos de los
crucificados, desplazando el sufrimiento injusto que hay en el mundo hacia una
«lejanía» donde desaparece todo clamor, gemido o llanto.
No podemos encerrarnos en nuestra «sociedad del bienestar»,
ignorando a esa otra «sociedad del malestar» en la que millones de seres
humanos nacen solo para extinguirse a los pocos años de una vida que solo ha
sido sufrimiento. No es humano ni cristiano instalarnos en la seguridad
olvidando a quienes solo conocen una vida insegura y amenazada.
Cuando los cristianos levantamos nuestros ojos hasta el
rostro del Crucificado, contemplamos el amor insondable de Dios, entregado
hasta la muerte por nuestra salvación. Si la miramos más detenidamente, pronto
descubrimos en ese rostro el de tantos otros crucificados que, lejos o cerca de
nosotros, están reclamando nuestro amor solidario y compasivo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario